lunes, 20 de octubre de 2014

Contagio

Dormir. Despertar. Doler. Volver a dormir. Volver
a despertar. Volver a doler. Corrientes submarinas
atravesando el cuerpo hasta el hueso o la pared
blanca. Recordarlas. Nombrarlas en silencio,
lamiéndolas a martillazos lentos en la frente. Sombras
en el llanto de uno cuando nadie quiere y a nadie
le importa. Los síntomas: fiebre que no es fiebre
pero que quema como queman la culpa
y el ácido, manchas envenenadas en la piel, asfixia,
diarrea, miedo, miedo a todo —niños de dientes
afilados; la amistad, el compromiso
y la impronta; la vida domesticada, dócil,
aquí y ahora; el futuro, después de nada—,
una incapacidad creciente para caminar en línea
recta, para afrontar los días sin mentir, para hablar
en lenguas y respirar en círculos. Empapar
las sábanas y la luz cuando se enciende, el ruido
del extractor en la cocina. Caminar sobre los insultos
que llegan desde cualquier habitación contigua o
desde la yegüa despanzurrada en la carretera que
bordea el bosque de coníferas o desde
las manos borrachas de saliva y cementerio. Caminar
siguiendo peces de plata y cabellos humanos, el rastro
de sueños que respiran, el hambre a medianoche,
las voces que gritan dentro de uno peleándose
por lo correcto, por un sorbo de agua, por un minuto
más soportando el peso del mundo con los ojos
hartos. Sentir en ese preciso momento cómo
el sexo se rompe sobre un vientre gemido
de estrellas. Sentirlo a golpes sucios, con imágenes
residuales en las que los píxeles escupen, sin orden,
embestidas coléricas de cuerpos contra cuerpos
dentro de cuerpos hinchados de más cuerpos, manchas
ásperas en las que otros cuerpos decapitan otros
cuerpos, el drama de la fe rodando por el suelo
polvoriento. Sentir como se sienten las venas llenas
de alcohol, de consignas blandas y vacías sobre la
importancia de una rutina, de neones que recuerdan
nuestras fronteras mentales, sentir como se siente
la tierra de nadie, los tumores en las confidencias,
la purpurina del sábado como síntoma inequívoco de
felicidad, la boca llena de orín como la muestra
de amor más grande jamás soñada, volver a empezar
ahora que el sueño muerde y arranca la carne
y el látex.